Decidí reeditar este “Cementerio de gorriones”, tras muchos años de fotocopiarlo para los nuevos amigos que iban incorporándose a mi vida y para quienes no conseguían encontrarlo: el libro se había vendido en ocho meses y medio. Un milagro para una perfecta desconocida como yo.
Han pasado veintitrés años desde aquel verano de 1988 en que terminé de escribirlo y lo presenté a concurso. Veintitrés largos años desde que recibí el Premio “Gerardo Diego” de Poesía, por unos cuantos poemas sobre recuerdos de mi infancia y de mi adolescencia. Algunas de las personas importantes de mi vida ya no están aquí para ver este nuevo “Cementerio de gorriones”. Aquel primer premio, aquella primera ilusión compartida con ellos, me abrió las puertas al mundo de la poesía.
He escrito mucho desde entonces. Aunque en los diez últimos años no he publicado nuevos libros, la poesía me ha acompañado en los momentos decisivos: en los momentos de luz y en los momentos de sombras, en la felicidad y en la tristeza.
Fue mi madre, meses antes de morir, quien me animó a volver a escribir y a publicar, “a hacer cosas para mí misma, a dedicarme otra vez a la poesía”. Y fue así como decidí que había que reeditar este libro.
Conforme fui expresando deseos en voz alta, aparecía alguien que iba a realizarlos. Quise reeditarlo y aparecieron Juan Carlos y Tere, tan hermosamente humanos, tan acogedores. Tan animosos y llenos de fuerza y convicción. Y creyeron en mí, y dijeron que adelante. Que nos embarcaríamos juntos en esta pequeña y loca aventura de editar un libro de poesía. ¡Con lo poquísimo que se lee la poesía! Hay que ser locos para creer que esto puede funcionar. Pero estoy segura de que sí funcionará y nos dará suerte, mucha suerte.
Quise imágenes para mis poemas y Mercedes, a quien aún no conocía, me prestó sus maravillosos cuadros, tan cargados de fuerza y de dulzura. Nada más verlos, me enamoré de sus niños en la playa, del abuelo con el bebé en brazos, -tan tierno-, de los ojos de Lorena que traspasaron los míos, del gesto reflexivo de Emilio-padre y su aire de abandono relajado, de la sonrisa de Emilio-hijo, de Covadonga, de Pelayo…
Quise voz para acompañar mis versos, y mi amigo José Carlos me prestó la suya, esa extraordinaria voz, cálida y honda, que suena a hogar, a casa, a corazón cercano, y que tanto me emociona el alma cuando recita mis poemas.
Quise vídeo, y ahí estaba Pedro, uno de mis actores favoritos (¡tiembla, Banderas!), con sus enormes ojos fotográficos, llenos de imágenes mágicas, que encajarán en un puzzle de luces y de sombras, de colores, por donde se cuelan las pinceladas de Mercedes.
Quise música, y Cristóbal deslizó los dedos por pentagramas de luz y por notas de estrellas. Y me hizo esperar el milagro que, al final, llegó. Sólo para que yo pudiera sonreír al escuchar su música.
Este libro de ahora ya no es solamente mío: es de todos y cada uno de ellos también. Está cargado de amistad, de generosidad, y de cariño. Está lleno de luz. Una parte, un trocito de cada una de nuestras almas, se ha juntado en estas páginas y ha hecho que el todo suene como una sinfonía armónica que, espero, va a complacer a quienes se asomen a leernos.
En alguna parte, en algún rinconcito del cielo, lo sé, mis padres deben estar recordando a aquella niña que fui, y que hacía libritos con las hojas viejas de los calendarios. Y estoy segura también de que deben andar sonriendo ahora mismo.
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