Supongo que no puedo ser estrictamente objetiva con la poesía de alguien
a quien admiro y quiero, como es José Verón Gormaz. Pero créanme si les digo
que lo que yo he sentido al leer estos versos ha sido verdaderamente especial.
Y que me gustaría compartir con ustedes
un poco de la misma emoción que
me produjo -y me produce- este libro.
La lectura de los primeros poemas me transmitió una sensación de serenidad y de
calma. De emoción contenida, que fue in crescendo hasta que llegué al final del
libro y descubrí varias cosas: me di cuenta de que mi café estaba ya frío sobre
la mesa, el tiempo había pasado sin mí y hacía un buen rato que mis lágrimas
resbalaban sobre el libro aún abierto.
Es éste uno de esos libros que dejan poso en el lector y que –supongo
yo- también son significativos en quienes los escriben. Da una impresión de transición, como si el autor hubiera querido marcar una línea de luz
en su poesía entre su obra pasada y este nuevo poemario, y comenzar un ciclo
diferente. Como quien se sienta a contemplar serenamente su vida –“Aunque
sé que del tiempo no se puede escapar”-
y se da cuenta de que mereció la pena cada minuto, cada emoción que
arañó el alma y el papel. Pues uno aprende a escribir y a reescribir versos con
la madurez y la sabiduría que dan la reflexión y el sentimiento.
Encontrarán ustedes temas que son muy veronianos, si se me permite el término: la música, el canto que,
como dice el poeta, dentro de él “cautivo permanece”, el cine, la poesía, el
paisaje…, aunque seguramente, el enfoque, como digo, es un punto diferente a
como nos tiene acostumbrados el autor.
La primera parte, “Entre las horas”, se refiere entre
otras cosas, a la creación poética. El
poeta rescata puñados de palabras, que “Quisieran
ser el germen de un poema/ como el ave que olvidó su destino”. “Buscan, bajo la
lámpara, / el amor de algún verso. / No apagues esa luz”. O más adelante, “Sobre líneas de sombra alucinada, / tiembla
el germen oscuro de la luz, /el fuego inmóvil de la incertidumbre.”
La luz que el poeta rescata de las sombras y de la bruma. La oscuridad
como germen de la luz. La luz, la inspiración. La luz en el sentido que León
Felipe aplicó a la poesía, cuando escribió: “Y
la poesía entera del mundo tal vez sea la luz. La luz en una dimensión que
nosotros no conocemos todavía”.
Y también nos habla de la nostalgia que
acompaña las horas, de la lluvia, del silencio necesario para la creación
poética. ¿Existe tal vez una identificación entre ese silencio interior del
poeta y el silencio de los “Pueblos solos”? Pueblos en los que “Un duende triste oculto entre las ruinas/
de cada pueblo abandonado, / toma la voz prestada del viento susurrante/ para
decirle a nadie que no hay nada”. Él dice en “Bikor”: “Me respondió el silencio/ con sus fugaces
duendes”.
En “Sonata del Sur” escribe: “Bajo
los negros lirios de la noche/ en un lugar sin puertas ni caminos/ purificado
por la soledad, / nace un poema que nadie ha de leer/ y un olvido que impone la
memoria”.
La segunda parte, “Voces
y versos”: “Invoco a la palabra
para ver tras la niebla, / para buscar los senderos del conocimiento”. La
palabra que puede quebrar la espada del tirano. La palabra que puede conjurar “la soledad desnuda” (“Están solo el poeta y
solo el verso. /No hay nadie alrededor “). Tan sólo hay “versos imposibles/ palabras, voces, ecos,
viento, nada”. “Cuando vuelve el silencio/ suena en mi corazón como una
melodía”. “El silencio responde , / omnipresente
y sabio, / que ese vacío es nuestro”, nos dice en “Rubaiyat” (referencia
aquí al el poeta Omar Khayyam). Es en
ese silencio sonoro de la soledad donde surge la “fértil luz de la palabra”, una palabra que puede nombrar incluso
lo que desconocemos. Pues sólo existe aquello que nombramos.
Llegamos a la tercera parte, “Sombras de la ciudad”. Despierta el
día detrás de los cristales. El día enciende la claridad del libro dormido
sobre la mesa. “Caminos de papel y de
palabras/ en un libro dormido que despierta. /Cuánta sombra y al cabo cuánta
luz”. En los rostros de la multitud, en la hora punta, “vive partida el alma/ de un muro de silencio/ que ha tapiado los días
para siempre”. Y hay otra ciudad que el poeta conoce. “¡Pobre ciudad sin alma, / perdida entre paredes. / Yo te conozco…”.
Avanzamos hasta un poema, para mí uno de los más hermosos del libro,
titulado “Expolios” que nos habla del “día postrero del viaje decisivo”, donde habrá “algún instante anónimo de efímera belleza/ que ponga en paz al mundo y
a la vida”, “un gesto, una visión, una palabra, / siempre un indicio de luz
estremecida”.
Termina el libro con varios homenajes, muy en la línea de José Verón: el
poema “Hiroshima, mon amour”, homenaje a Alain Resnais, “Billie´s Blues”, evidentemente,
homenaje a Billie Holiday, la reina del jazz, y “La paloma de Poe”, en recuerdo
de Edgar Allan Poe. O el poema que concluye el libro, “El último concierto de Fats
Waller”.
En “Inviernos cibernéticos”
otra vez el paso del tiempo: Heráclito,
Khayyam de nuevo. Incluso el mito de la caverna de Platón (“sombras en la pared y en las palabras”.
“Los cautivos escapan/ por el hueco sutil de la belleza”).
Hermosos, muy hermosos, todos los poemas de este libro: arañazos de
luz en el alma del lector. Yo les recomiendo que lo lean, que se dejen llevar por la magia de las
palabras, y que lo disfruten. Juzguen
ustedes por qué conmueve, por qué emociona tanto.
De “Ritual del visitante”, de José Verón
Gormaz, yo me quedo con estos dos versos :
“Somos rumor errante, /náufragos desterrados salvados por un verso”.
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